Heracles. El Oráculo de Delfos.

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Alcides, tras la muerte de sus hijos a causa de su locura, cae en una depresión sin límite.  Mégara le odia por ello.  Acude a su gran amigo, el rey Tespio, quien le purifica; pero no le evita remordimientos, ni el acoso que sufre por parte de las Erinias; y le recomienda acudir al Oráculo de Delfosdonde se dirige en compañía de Yolao.  Deileonte, sacerdote de Apolo, perteneciente a la casta superior de los Labríadas, es quien lo recibe y acompaña.  Años más tarde, en los jardines de Tinge, junto a Nórax, recordará  aquella extraordinaria experiencia:

»Pronto alcanzamos nuestro destino, la gruta primigenia que alberga en su interior el adyton, el gran santuario; allí se alojó tiempo atrás la Pitón original, y en él se encuentra su tumba, sobre la que se sienta la sibila, una joven aún virgen, cuya pureza garantiza la respuesta más certera.  Tiene forma de colmena, con ocho nichos laterales habitados por otras tantas serpientes drogadas, dormidas en todo momento, pero que sisean y se retuercen cuando la mujer entra en trance para facilitar su comunicación con el más allá.  La pitonisa se sitúa tras una fina cortina semi transparente que la preserva, y que sólo permite una visión de siluetas y sombras generadas por la lumbre que calienta un caldero, colocado en el trípode metálico ceremonial.  Allí los visitantes no hablan, y es el sacerdote quien transmite a la sibila su consulta.  Luego ésta emite su respuesta, en verso; pero como ellos no la entienden es el sacerdote de nuevo quien la traduce.

He de confesar que en la mayoría de las ocasiones sus palabras son poco coherentes, o tan difusas y vagas que yo mismo debo poner cierto orden en la traducción; en todo caso, obliga a los consultantes a interpretar la misma según consideren más apropiado. Sin embargo, en aquella ocasión, la respuesta fue clara y contundente, directa y perfectamente ajustada a los hechos que yo conocía de su realidad pasada.  Traducidas, éstas fueron sus palabras:

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»Levántate, hombre, y muere al pasado.

»Sin nombre claro tu vida se pierde en el olvido
de un deber, que no has cumplido
por orgullo, y para el que fuiste engendrado.
Alcides fuiste llamado, mas perseida es tu renombre.

»El trueno, allá en el monte, ve cómo el pavo real
construye un nuevo altar donde enterrar el pasado.
Contra hombres has luchado.  Pero hoy de ti se espera
que, a mayor Gloria de Hera, forjes un nuevo destino.

»Diez veces, en el camino, habrás de purgar tu pena;
más sólo si la cadena es aquel que tú has negado
podrás haberla pagado y superar la condena.
Finalmente, en el Olimpo, alcanzarás tu trofeo y suerte.

»Acepta pues hoy, Alcides, la muerte, que te reclama
como la luz de una llama, por tus pecados pasados.
Sé ese fuego que quema cuando derrite la cera
y vive, como Gloria de Hera, la vida que has alumbrado.

Nunca antes percibí tanta claridad en un oráculo. El propio Alcides debió sentir algo parecido, pues aún sin comprender la totalidad del razonamiento, y mientras mi voz traducía y tornaba en verso las palabras de la sibila en trance (admitirás que es una experiencia extraordinaria, que exige un gran entrenamiento y agilidad mental para hacer todo al mismo tiempo y que, además, quede bien), se levantó de su asiento y despertó de la apatía. Su mirada recobró un brillo que tenía perdido y su voz sonó fuerte y poderosa, pero serena, cuando dijo:

—Sacerdote, hay cosas que has de aclararme: no entiendo algunos párrafos que citas; otros, mal que me pese, los tengo bien claro.

—¡Pero yo no puedo hacer eso! –contesté, algo cohibido.  Me impresionó su enorme estatura, agigantada aún más ahora por la auto estima que empezaba a recuperar y la resolución con que me encaraba.  A los sacerdotes de Apolo nos está prohibido terminantemente realizar interpretaciones del oráculo; son los propios consultantes quienes deben hacerlo, aunque no pocas veces se recurre a la ayuda de terceros.

—Como sabes bien, mi señor Alcides –añadí–, no soy más que un simple traductor de palabras, pronunciadas en trance por la sibila, a través de la cual habla el propio Apolo.  Jamás osaría, y te pido que no me fuerces a ello, a interpretar palabras divinas; menos aún en su presencia, o dentro del templo.

Supe por su mirada que había captado los matices sutiles de mi voz en la última frase.  Pareció tranquilizarse, y después de meditar unos instantes, comentó:

—Tienes razón, hombre santo, y te pido que disculpes mi torpeza, causada por la ansiedad de alcanzar una solución a mis tormentos.   Más, por favor, no vuelvas a dirigirte a mí con ese nombre olvidado.  Como bien has dicho (tú o tu dios) a través del oráculo, Alcides ha muerto esta noche: a partir de hoy todos han de conocerme por el nombre de Heracles (*).

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[Extraído de Nórax de Tartessos III: Gloria de una Diosa, donde se ofrece una explicación completa al oráculo]


(*) Heracles significa, literalmente, Gloria de Hera.

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