Nórax nació (hace más de 20 años) como personaje concebido para ser testigo e hilo conductor de diferentes cuentos (en principio relatos cortos) ambientados en el reino mítico de Tartessos, reino misterioso donde los haya, tan atractivo como real, tan idílico como fantástico; pero sobre todo tan nuestro, tan cercano a mí y mi tierra de origen, que me entusiasmaba pensar en él como contenedor y entorno de aquellas historias que inventase.
Tartessos. Tharsis. Su nombre se encuentra ya en numerosas citas bíblicas del Antiguo Testamento, aunque no será hasta los textos griegos cuando alcance su protagonismo (curiosamente, igual que otro reino mítico, La Atlántida, con el que algunos lo relacionan). La mayoría de estos textos nos lo presentan envuelto en un halo de leyenda, muy en relación con su monarquía protohistórica; un lejano reino de grandes riquezas situado más allá de las columnas de Heracles, en el confín extremo del mundo. Por el contrario, los historiadores romanos pretendían enfocar su existencia desde un aspecto más veraz, entresacando de la leyenda su parte de mito para entroncarla en la realidad, y trataron sus personajes como hombres normales, provinentes de dinastías monárquicas con base histórica.
Es en esas monarquías tartesias donde pretendo incidir, pues, como ya he dicho, el nombre de Nórax no es inventado sino que aparece citado por diversos autores como personaje integrante de la misma.